miércoles, 24 de abril de 2024
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Medicina de Rehabilitación BIOMECÁNICA


Los cinco efectos

Vamos a analizar los 5 efectos que experimenta la persona que está sentada, con la pretensión de explicar, a partir de ellos, todo lo que podamos sobre cualquier imagen de un ser humano sentado, en particular si se ha sentado para trabajar. Estos 5 efectos son:

El efecto biomecánico.

El efecto humor.

El efecto cultural.

El efecto de acción.

El efecto protagonista.

El orden en que se estudien estos efectos puede ser cualquiera; el orden aquí presentado es el que apreciamos en una persona sana de complexión normal,  que se siente optimista, y que, vestido como Cervantes, está sentado y escribiendo una carta con una pluma de ganso sobre un papel que reposa en un pupitre. El sujeto -que está contento de hacer lo que está haciendo- adopta una postura y escribe. Su cuerpo, sostenido por la silla, apoyado parcialmente en el pupitre, desarrolla la energía necesaria para mantenerse con el tono necesario y mover mano y dedos atinando a escribir. Por las mismas leyes físicas por las que una pelota, sobre un plano inclinado se pone a rodar, las ramas de un árbol se mecen al viento y las olas del mar baten los acantilados, el cuerpo de nuestro sujeto se halla sometido a un conjunto de tensiones que pueden ser más o menos buenas para su salud.

La Biomecánica nos permite estudiar cuáles son estas tensiones, para evaluar su posible inconveniencia.

La cultura en que se halla sumergido el escribiente nos explica por qué escribe “con” una silla, una mesa, pluma de ganso, papel y vestido de Cervantes.

La acción que el sujeto ejecuta nos ayuda a entender el que adopte esa postura; si estuviera vareando aceitunas, esa postura sería inconveniente, como lo sería el hecho de utilizar una pluma de ganso para tal menester. Lo que “hace” el sujeto es un factor determinante de la postura que adopta.

Si el sujeto que contemplamos fuera el mismo Miguel de Cervantes, encerrado en un cuarto recóndito y sabiéndose ignorado de todo el mundo, don Miguel no podría sentirse observado por nadie y el efecto protagonista sería, en este caso, nulo, pero si se trata de un actor aficionado que, solo, en el escenario del teatro de la parroquia, representa el papel del Manco de Lepanto en su escritorio, mientras sus familiares, amigos y vecinos del barrio asisten a la representación, no cabe duda de que el actor se siente protagonista de una acción en la que lo menos importante es lo que pueda quedar escrito en el papel: lo importante para este actor es que su papel resulte y por eso, todo aquello que colabore a que el público “se crea” que allí está Cervantes en trance de creación literaria, será bueno para el fin teatral de la reunión.

El orden aquí presentado de los 5 efectos podría ser otro si tratáramos de comprender el porqué de la biomecánica de la postura sedente que adopta alguien -triste o contento- inmerso en una cultura dada, que ejecuta una acción determinada, en un escenario con o sin espectadores, y así

El efecto humor.

El efecto cultural.

El efecto de acción.

El efecto protagonista.

El efecto biomecánico, tendrían como consecuencia una postura que podríamos evaluar desde un punto de vista médico.

El efecto humor es el menos controlable en una observación puramente visual de la imagen de una postura, y así, contemplando una foto de la reina de Inglaterra sentada en su trono, podremos deducir mucho sobre su postura a partir de los restantes 4 efectos, pero sobre el estado de ánimo de la soberana sólo podremos conjeturar. En el análisis que aquí se hace de las causas de los aspectos negativos de la postura de trabajo de los escolares, este efecto es poco relevante por ser el más sujeto a conjeturas. Los otros cuatro efectos se barajan con un orden que puede parecer promiscuo o falto de metodología, si no se tienen claros los conceptos que definen estos cuatro efectos que, pese a ser de distinta índole, inciden todos ellos en el mismo objetivo: la postura.

Para facilitar la comprensión de los razonamientos que elaboraremos a continuación basándonos en los cinco efectos, vamos a detenernos en cada uno de ellos.

El efecto biomecánico

El genial Tolstoi hace decir a su personaje Iván Ilich, que …”el silogismo…’Cayo es un hombre, los hombres son mortales, luego Cayo es mortal’, le pareció toda su vida correcto con relación a Cayo, pero no con relación a sí mismo.”

Del mismo modo, todos podemos admitir que el cuerpo de Cayo es una biomáquina de la que no debe abusar el propio Cayo, pero a algunos nos cuesta aceptar la imagen de nuestro cuerpo como un sistema de palancas que deben ser solicitadas dentro de unos límites para que funcionen de manera óptima, como Cayo. Superado este error de autopercepción, y admitido el hecho irrefutable de que el peso de nuestros segmentos corporales ha de ir hacia abajo hasta que lo trague la tierra, no es difícil comprender que la estructura que formen nuestros segmentos corporales podrá sernos más o menos conveniente para la descarga de nuestro peso y así, un mismo individuo apeará mejor el peso de su cuerpo si está en una correcta estación de pie que si se pone en una incómoda estación piernas arriba, apoyándose en el suelo, sobre sus manos. Pero incluso adoptando posturas convenientes, podemos apreciar diferencias entre dos sujetos, debidas a su estatura y complexión respectivas: la estructura biomecánica de uno y otro no tienen por qué ser idénticas y la misma postura puede ser más conveniente para uno que para otro. El estar de pie no será lo mismo para un sujeto alto, delgado y de débil musculatura, que para otro bajo, atlético y musculoso, aunque los efectos producidos por la cultura, la acción y el posible protagonismo sean los mismos para ambos y los dos estén muy contentos.

El efecto de acción.

El objetivo de nuestras acciones determina buena parte de la postura de nuestro cuerpo. Conviene relativizar la importancia del asiento en la postura que induce, pues ésta es más el producto de lo que el usuario hace, que de la silla en que se sienta. Delante de una mesa, el relojero puede estar obligado a encorvarse para mirar, a través de una lente, el minúsculo mecanismo de un reloj, poniendo los brazos como si echara a volar para poder manipular con minucia la pequeña maquinaria; ese mismo relojero, en la misma silla y ante la misma mesa adoptará una postura menos encorvada y pajaril para escribir en un papel, y si con el mismo mobiliario teclea en un ordenador, su postura tampoco será la misma que la de escribir en un papel.

El efecto de acción es un compromiso entre la configuración de los objetos de que se vale un usuario, lo que hace con ellos y lo que hace con su cuerpo: el cómo hacer el qué y con qué. La persona que hace algo estando sentado, adopta una postura que depende más de lo que tiene delante que de lo que tiene detrás: la mesa del que escribe influye en la postura más que la silla en que se sienta.

Si tenemos en cuenta que el cuerpo humano está más hecho por la motricidad que por la estación, tendremos en cuenta, al realizar actividades en estación de pie o en estación sedente, que nuestra postura será tanto más sana cuanto más recuerde a la secuencia postural dinámica de la motricidad humana; en otras palabras: no hagamos sentados lo que podamos hacer de pie o desplazándonos, y, si hemos de hacer algo en estación sedente prolongada, encontremos las excusas que hagan falta para levantarnos y andar de cuando en cuando.

Manteniendo constantes los otros cuatro efectos -es decir, la misma persona con el mismo estado anímico, en la misma configuración de espacio y mobiliario, en dos situaciones de idéntico protagonismo- podemos ver la influencia del efecto de acción si, por ejemplo, contemplamos a un sujeto que no se sienta observado mientras escribe a mano sentado ante un despacho, y cambia de actividad al contestar a una llamada telefónica: la descarga de su peso hasta el suelo se produce de manera completamente diferente en una u otra actividad.

El efecto cultural.

A nadie se le oculta que el Movimiento Moderno de la Arquitectura y el Mobiliario, que tuvo su origen en la época de entreguerras se caracteriza por la austeridad de sus formas y su oposición a lo ornamental. Tampoco es ningún secreto que la simplificación que este estilo Moderno aporta a la producción de objetos de distinto tamaño, ha sido bienvenida por la industria porque esta simplificación aumenta la potencia de lo mecanizado, con respecto a lo manual. Y puesto que con la Revolución Industrial, la mecanización ha tomado el mando de la producción, resulta que el estilo Moderno está bien adaptado a los Tiempos Modernos. El talante minimalista de esta modernidad de entreguerras tiene importantes consecuencias en la funcionalidad de los objetos producidos bajo la bandera de lo moderno de la primera mitad del siglo XX, en este estilo que a veces es llamado “Funcional” atendiendo a su pretensión de crear objetos prácticos que prescinden de lo que pueda considerarse inútil, como son los adornos, las decoraciones y todo aquello que de narrativo pueda tener un edificio o un mueble. Algunos propagandistas de este Movimiento Moderno -o Funcional- presentaron esta austeridad como una novedad, una aportación que ellos hacían por primera vez en la historia del Arte. Si comparamos los objetos producidos por el Movimiento Moderno con las delirantes obras del eclecticismo decimonónico, hemos de admitir que los modernos hicieron limpieza y barrieron todo aquello que -a su juicio- no iba por el buen camino de la mecanización y la estandarización. Pero -sin restarle mérito a esa higiénica labor de limpieza- hemos de hacer hincapié en que el talante minimalista de los Modernos no es de su invención. Cuando ponen en circulación la sentencia “menos es más”, hace ya varios siglos que la ética protestante trata de hacer grandes cosas con poca ostentación: las iglesias de la Reforma son un buen ejemplo de austeridad, como consecuencia de que el culto que albergaban era incompatible con la ostentación propagandística católica romana. Bernard Reymond nos recuerda como Calvino menospreciaba el "ritualismo" de la oración católica, aboliendo la genuflexión y cargando la suerte en todo lo que fuera "interioridad", ya que el interior -el alma- era el lugar por excelencia de la fe; por las mismas razones recelaba de la "exterioridad", de lo teatral de la liturgia.

Tampoco era del agrado de los protestantes la caracterización de los templos católicos como espacios “sui generis”, que ejemplificaran la divisa de Roma "Fuera de la Iglesia no hay salvación": lo cristiano universal no podía ceñirse a los límites de un templo ni a su calidad artística, ese ideal no podía representarse con las obras de arte vistas "ahí fuera", debía sentirse "dentro", sí, pero dentro de uno mismo, no dentro de un edificio cargado de simbolismo.

El templo en sí mismo no debía tener ningún valor simbólico: era la reunión de los fieles lo que hacía que Dios estuviera con ellos. Fuera de las horas de culto, el templo no debía servir para actividades profanas, ni para provocar por sí mismo actitudes más o menos idólatras. Durante siglos el templo había servido para albergar otras actividades; incluso la campana del templo anunciaba eventos no religiosos.

El templo había de ser, simplemente, un local que albergara la plegaria en común, considerando a la comunidad cristiana como el verdadero templo, lo que Dios efectivamente habita; no casas de Dios, sino espacios sagrados; sagrados por ser el lugar donde se escucha la palabra de Dios. Los movimientos puritanos ingleses dieron el nombre de "casas de reunión" a los locales en los que ejercían el culto, negándose a llamarles "templos". Su aspecto no hacía ostentación de ningún elemento que pudiera considerarse un símbolo de tradición cristiana: ni campanario, ni atrio de entrada, ni una puerta funcionalmente adecuada a la salida de grupos numerosos. Esta actitud es todavía más extremadamente humilde que la de los reformadores centroeuropeos.

La Reforma le pide al local de culto un pliego de condiciones físicas encaminado a que los asistentes vean y oigan correctamente al predicador, un espacio de uso cultual para un rito que  no es el de la Iglesia Romana. La iconoclastia es el reflejo de una actitud religiosa que mira al interior y no quiere dejarse hipnotizar por imágenes que no son la divinidad con la que hay que comunicarse.

La Reforma asocia “ornamentación” a falta de humildad. El arquitecto austríaco Adolf Loos -uno de los precursores del Movimiento Moderno- escribió un texto que tituló “Ornamento y delito”: tampoco él inventaba la austeridad, se limitaba a abundar -brillantemente- en una tendencia artística basada en el minimalismo reformista de siglos atrás.

Pues bien, si retomamos el “efecto cultural” de un alumno sentado en una clase de un instituto de Enseñanza Media, o de una Universidad de nuestro país, podemos -con poco riesgo- aventurar que el mobiliario que lo acoge es hijo de la Reforma, construido con pocos medios y al servicio de una mecanización del objeto industrial y no al del usuario de la configuración de trabajo. El asiento de nuestros escolares en los centros docentes podría parecerse más a una silla Luis XV que al banco de un templo luterano, podría ser más “contrarreformista” que “reformista”, pero la realidad es que el asiento y el pupitre del docente son de un reformismo extremo, uniformizante hasta el punto de conservar las mismas medidas desde hace muchas generaciones, a pesar del aumento de la talla de los ciudadanos a cada nueva generación. El mejor mobiliario escolar no es el más simple, sino el que induzca las posturas más sanas en el usuario sin resultarle incómodo.

La arquitectura y el mobiliario de un interior japonés Zen es una referencia minimalista oriental que sería la equivalente de nuestra tendencia anti-ornamentación, de origen protestante: la desnudez de estos espacios orientales es todavía más acentuada y en el mobiliario no encontramos sillas y nos parece que  el hombre de aquella cultura sin silla, necesita menos objetos que el occidental, para adoptar posturas de reposo.

La diferencia entre el minimalismo oriental y el occidental -que es cultural- hace que el de Oriente produzca posturas diferentes al de Occidente.

El efecto humor.

El humor, entendido como predisposición anímica, se traduce en la postura. Más adelante analizaremos la postura de esa serie de esculturas de Auguste Rodin que tienen como tema a un hombre desnudo en una postura sedente inconveniente, y veremos que el título de “Pensador” que Rodin dio a esta obra es disparatado porque el cuerpo del sujeto representado por ella no comunica la predisposición anímica que anuncia la palabra “pensador”.

Cuando, en un partido de fútbol, un delantero, burlando a un defensa, mete un gol, el delantero se ve invadido por un estado de ánimo eufórico que se manifiesta por la serie de posturas abiertas, dinámicas y generalmente orientadas a lo alto, que prodiga. El defensa “culpable” del gol, en cambio, adopta posturas de derrota, cerradas y hacia abajo. Al acabar el partido, podremos adivinar si el equipo local ha ganado, analizando la verticalidad de la cabeza de la hinchada al salir del estadio. Si la afición exhibe pancartas, toca bocinas y derrocha gestos expansivos, podemos estar seguros de que la victoria ha sido importante. Y es que el cuerpo traduce el talante anímico del alma que lo habita.

El efecto protagonista.

La dificultad que tiene el hacer un buen retrato fotográfico cuando el retratado posa para el fotógrafo, consiste en que la persona que posa es la misma antes o después de la pose, pero mientras está posando no puede evitar “ponerse”, esforzarse en parecer natural. Esta situación suele tener el resultado paradójico de producir imágenes poco naturales. Decirle a alguien que sea lo más natural posible, produce el efecto contrario, pues al sentirse observado un sujeto sólo puede mostrarse “natural” adoptando la actitud corporal que espontáneamente “le viene” cuando se siente observado, y ésta actitud corporal -aun sin llegar a ser una pose- es diferente de la que el sujeto adopta cuando no se siente observado. Dejando constantes los demás efectos, al variar el efecto protagonista en un sujeto, éste puede variar su postura, a causa del cambio que se produce en su actitud corporal. Pero lo que cambia al sentirse observado es su actitud, y lo corporal es una manifestación de este cambio que tiene otros aspectos no faltos de interés.

Sería insano el no reaccionar en absoluto ante la mirada del otro. Aunque no nos pasemos el día pensando en ello, sabemos que pertenecemos a una especie que debe su éxito -entre otras circunstancias- al hecho de ser capaz de formar sociedades en las que cada individuo tiene un papel. La centralidad de nuestro papel, es decir la importancia que para cada uno tiene su papel en la sociedad, varía de un sujeto a otro, pero en cualquier caso, tiene una importancia relevante en un individuo “normal”. Al ser mirados por otro nos sentimos examinados y esa mirada perturba nuestro ego de manera que tendemos a superar ese examen con la mejor nota posible. Sería negativo que pretendiéramos aparecer ante el examen del otro como necios y feos; por lo tanto, nada tendrá de malo que mostremos que no somos ni lo uno ni lo otro y, al tratar de comunicar con lenguaje corporal lo listos y guapos que somos, nos guste o no, estamos posando. Esto no es malo ni bueno: es así. La ciencia del siglo XX se dio cuenta de que el observador de un fenómeno modifica dicho fenómeno y que debe atender al sistema que forman él, la observación y lo observado. Conviene aquí recordar la  experiencia psicosociológica que Elton Mayo realizó en la fábrica Western Electric, en Hawthorne, cerca de Chicago: desde 1927 a 1932, realizó experiencias en esa empresa, intentando buscar relaciones entre la organización y las condiciones físicas de trabajo, y la productividad de los empleados. Observando el trabajo de un grupo de seis empleadas que montaban relés de teléfono, y dejándolas opinar sobre las condiciones y la organización, y variando dichas condiciones de acuerdo con el grupo, Mayo observó que,  cada vez  que el grupo implementaba una innovación en la organización, aumentaba el rendimiento. El grupo había alcanzado un alto nivel de productividad y la mejora de las condiciones de trabajo era sensible: salían una hora antes y no trabajaban los sábados. En esta situación, las seis trabajadoras volvieron a las condiciones de antes de la experiencia. Podría esperarse que al volver a las condiciones primitivas, su productividad bajara pero, para sorpresa de Mayo, produjeron más que nunca: antes del experimento montaban unos 2400 relés por semana y después, la producción era de unos 3000, en las mismas condiciones que antes: estaba claro que la mejora era independiente de los cambios introducidos. El grupo que se había constituido se motivaba por razones no estrictamente salariales y no previstas hasta entonces por los teóricos de la organización laboral.

Lo que descubrió E. Mayo hace unos 70 años en Hawthorne, se llama en Psicología del trabajo « efecto Hawthorne », y nombra al fenómeno que sucede cuando la autoestima del trabajador se ve recompensada por el entorno laboral a través de vías no establecidas de forma oficial en la empresa. Algo parecido es lo que sucede en otros medios, fuera del campo laboral, cuando apreciamos el talante agradecido con que –en general- nos premia alguien a quien prestamos atención. Esta y otras investigaciones que durante estos años dieron como resultado el movimiento conocido como « Relaciones humanas », pueden entenderse como el origen de una corriente humanista que no ha dejado de crecer y que en nuestros días está sacando a la luz fenómenos como el del « mobbing », que tienen en cuenta capas más profundas -y no menos importantes- de la psicología de la persona que trabaja.

En el fenómeno Hawthorne la persona que trabaja aumenta su productividad al sentir que es considerado y que su papel despierta interés: produce lo mismo en mayor cantidad. Como ya quedó dicho, la experiencia del Instituto de Enseñanza Media Vega de Prado nos ha hecho ver un fenómeno parecido  al Hawthorne, salvo en dos detalles importantes:

- Los alumnos no fueron consultados con anterioridad a las filmaciones; solamente recibieron instrucciones de lo que se les pedía que hicieran; una vez realizada la experiencia, se les preguntó –sin previo aviso- su opinión sobre el mobiliario experimentado, y

- Los alumnos adoptaron posturas más sanas de lo que esperábamos, demostrando una “sabiduría postural” que nadie les conocía anteriormente, como si se hubieran puesto a hacer lo que no sabían.

Esta inesperada puesta en escena de unas posturas mucho más sanas que lo que podía esperarse, se debió a la circunstancia de  sentirse protagonistas de una situación atípica. A este efecto, gracias al cual un sujeto responde a una situación de forma creativa y acertada, “inventando” sobre la marcha lo que inconscientemente cree que es lo más adecuado como respuesta a dicha situación, lo llamaremos “efecto protagonista”. Parece que exista un mecanismo que “fabrica” o da lugar a la pose del que se siente observado, y que la pose que proyecta tiende a elaborar una imagen del sujeto examinado que sea capaz de superar el examen del observador, con los criterios de éste -o lo que el observado cree que son los criterios del examinador-. En son de paz, el observado intentará que su examinador reconozca en él lo que es bueno para el examinador, lo que le guste al que mira. En son de guerra, el observado intentará crear la imagen que más pueda aterrar al otro, poniéndole mala cara y llegando, si hace falta, a ponerse caretas y adoptar las poses que cree que más van a asustar al otro. También aquí hay que atender al sistema formado por el observado, la observación y el observador.

En la experiencia del Instituto de Enseñanza Media Vega de Prado el efecto protagonista se ha presentado con mucha fuerza, al tratar de examinar la postura inducida por el mobiliario escolar en los alumnos usuarios; en otras experiencias similares, con alumnos en edad adulta, el mismo efecto ha tenido una importancia despreciable, sin duda porque los sujetos que realizaban la experiencia no sentían -por su edad y circunstancias- el protagonismo de los adolescentes vallisoletanos observados en el Vega del Prado.

Leer las posturas

Con los cinco efectos aquí presentados pretendemos poder analizar la imagen de cualquier postura adoptada por seres humanos. Alguno de los cinco efectos puede sernos extraño: podemos ignorarlo todo sobre la cultura de la persona cuya imagen estudiamos, no saber qué está haciendo, si está triste o si se siente observado; también puede suceder que ignoremos por completo las leyes de la Biomecánica, pero raro será que no sepamos decir absolutamente nada sobre la imagen de una postura; nuestro objetivo será el de interpretar la postura observada, con los mínimos desajustes: decir de ella lo máximo que podamos, razonadamente, sin perder la coherencia.

Cuando las imágenes observadas son fotografías de personas, su “lectura” será diferente de la de cuadros, esculturas u otros objetos que son, ya, una representación de la postura de una persona. Las fotos de los primeros tiempos ­-como las del gran Martín Chambi han de descodificarse de forma diferente a la empleada para entender la foto del turista que el verano pasado se hizo retratar  delante de un monumento del país que visitó. Tratándose de pinturas, es bueno “leerlas” a través del código del pintor, aunque -a menudo- hemos de inventar ese código y la lectura queda excesivamente sesgada por nuestra interpretación de lo que creemos pueda ser el código del pintor. En las esculturas, no sólo podemos tratar de analizar obras de mucho realismo, como la soberbia “Piedad” de Miguel-Angel: también obras de mucho hieratismo pueden enviarnos mensajes de interés postural; por ejemplo: la escultura egipcia antigua. El ángulo que forman los muslos y el tronco de las estatuas de los faraones del Antiguo Egipto es un dato interesante que nos permite reflexionar sobre los Cinco Efectos en relación con el hijo de Horus -hijo de un dios- condición que decía tener cada rey del milenario país del Nilo: milenario como el mito de un rey hijo de un dios, que duró milenios y se mantuvo con la misma constancia que guardó el ángulo formado por el tronco y los muslos de las estatuas a través de esos milenios. Este ángulo es el que forman dos líneas que, partiendo de la articulación coxo-femoral, se dirigen respectivamente a la articulacón de la rodilla y a la vértebra Atlas, en la base del cráneo. La articulación coxo-femoral es la que enlaza el muslo con la cadera.

En vez del ángulo tronco-muslos que aquí proponemos, algunos autores parten de otras angulaciones para analizar la postura del sedente visto de perfil; Grandjean presta atención al ángulo formado por la vertical y la línea que une la articulación del hombro con la articulación del fémur en la cadera.  Mandal observa el ángulo entre la cadera y la espina dorsal. La angulación que proponemos aquí parte de la base de que la biomecánica del tronco tiene por finalidad primordial la de aguantar la cabeza y, por lo tanto, considera el conjunto de huesos que arman el tronco, como un solo elemento, que es flexible, pero que constituye el esqueleto de la parte del cuerpo que va desde la pelvis a la cabeza.  No es, pues una angulación ortodoxa desde un punto de vista antropométrico, puesto que considera el tronco y los muslos como dos líneas supuestamente rígidas, a la manera de un ingeniero que estudia el comportamiento de dos barras articuladas en una estructura móvil.

Aquí nos vamos a limitar a interpretar las posturas sedentes que puedan ayudarnos a realizar una configuración de trabajo sana para los alumnos de las clases orales y de las asistidas por ordenador en los institutos de enseñanza media: objetivo modesto que ni tan siquiera se propone contemplar la postura de los maestros, ni menos intentar colaborar a su mejora.

Fuente: Antonio Bustamante, Mobiliario Escolar Sano. Editorial Mapfre. Madrid. España

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