Lo que los pacientes ignoran que saben Lo que los pacientes ignoran que saben
El conocimiento al que le damos la espalda.
"Los médicos son hombres que prescriben medicamentos que conocen poco, para curar
enfermedades que conocen aún menos, en seres humanos que no conocen para nada"
Descartes
Cualquier persona que padezca una enfermedad crónica tiene sobre su padecimiento un
conocimiento "experiencial" producto de su propia vivencia. Este saber no académico,
no sistemático e informal es frecuentemente catalogado como desconocimiento o
ignorancia por quienes disponen de una educación profesional sobre el tema. Dadas
las circunstancias históricas que privilegian un tipo de "saber" por sobre otro, no
resulta extraño que todo cuanto se aleje del arquetipo hegemónico y legitimado por
la educación formal sea considerado como un "no saber", descalificado y asimilado
con la ignorancia más radical. Tal como hemos sido formados sólo existe una única
forma de "saber" que, casualmente, es aquella que nosotros poseemos como un capital
simbólico que se valoriza tanto por lo que él mismo "es" como a través de la
subordinación de todo lo que "no es". Se delimita así un territorio de saberes
válidos e inválidos. De este modo, escuchar lo que sobre el tema tiene que decir
quien "no sabe" acerca del tema se hace lógicamente innecesario e inútil. Lo más
curioso es que esta valorización ha sido incorporada por los propios pacientes
quienes no dudan sobre su propia ignorancia y descartan lo que largos años de
padecimiento han dejado en ellos como experiencias, memorias, prácticas y
representaciones de la enfermedad.
Que las cosas ocurran de este modo tiene explicaciones perfectamente racionales,
pero ello no impide que resulte absurdo y que conspire contra la gestión inteligente
de este tipo de patologías. Ya nadie duda de que las enfermedades crónicas deben ser
manejadas por individuos responsables de su autocuidado, proactivos y concientes de
lo que nadie, sino ellos mismos, puede lograr. Es por ello que el saber práctico y
vivencial que poseen debería constituirse en una herramienta fundamental a
capitalizar como insumo en las estrategias a largo plazo de las diversas patologías.
Sin ello, la mera información médica se torna desencarnada, impersonal y
descontextualizada de la vida real lo que la torna ineficaz y hasta peligrosa. Todo
parece indicar que algunos de los actuales fracasos podrían verse atenuados si se
reúnen los diversos tipos de conocimiento al servicio de una causa común.
La práctica médica se ejerce en un escenario saturado de tensiones contradictorias e
incertidumbre no siempre sencillas de articular. Ignorarlas no las resuelve,
evitarlas sólo las reduce a una patética caricatura y condena a la práctica
cotidiana a cerrar los ojos ante lo que no comprende o a ocultarlo bajo la máscara
anestésica de la certeza y de lo autoevidente.
Algunas de estas tensiones son las que se dan entre:
a.. Lo conocido y lo desconocido
b.. Lo cognoscible y lo incognoscible
c.. Lo universal y lo particular
d.. La epidemiología y el paciente
e.. El cuerpo y el "yo"
f.. El arte y la ciencia
g.. La enfermedad y el padecimiento
h.. La compasión y la competencia
i.. Lo instrumental y lo creativo
j.. La complejidad y la simplificación
k.. La eficacia y la eficiencia
l.. La biología y la biografía
m.. Un "narrador" de historias y un "escuchador" de historias
Así, la Medicina discurre a medias entre conceptos -incluso cuando se esfuerce en
negarlo- cuyos orígenes se remontan a la antigua Grecia: la episteme (conocimiento
científico) y la doxa (opinión), la arethé (virtud) y la phronesis (conocimiento
práctico). O categorías provenientes de la Antropología como la visión etic (la del
investigador académico) y la visión emic (la del sujeto investigado o el paciente en
este caso).
La ingenua ilusión de considerar a la Medicina una ciencia y a los médicos
científicos la priva de reconocer su naturaleza empírica e individual y le niega la
posibilidad de considerar válido cualquier tipo de saber que no se ajuste al modelo
de ciencia positiva que supone encarnar.
El acto médico es un encuentro en el que las reglas deberían aplicarse
interpretativamente en una permanente negociación entre ciencia y arte, valores
personales y conocimiento generalizado. El conocimiento científico fundamenta las
acciones pero es su aplicación concreta sobre personas reales lo que da origen a la
brutal diferencia que existe entre el laboratorio y el consultorio. Es entonces
cuando la ciencia debería articularse con el conocimiento de la experiencia para
encontrar el camino hacia los objetivos que propone. Desconocerlo garantiza el
fracaso al pretender aplicar lo que sabe a personas a las que ignora.
Lo que "los pacientes ignoran que saben" es al mismo tiempo lo que "los médicos
ignoran que ignoran".
La dimensión humana, social, familiar y subjetiva de la enfermedad. El impacto
brutal que sobre los enfermos tiene todo lo que la bioquímica no logra medir ni las
guías y consensos pueden nombrar. Es allí donde las razones del fracaso se hacen
evidentes para quien pueda superar la ceguera disciplinar que impide visualizarlo.
Mucho de lo que nos luce racional y lógico a los médicos, se hace oscuro, imposible
e ilusorio cuando aterriza en el complejo y contradictorio mundo real en que las
personas vivimos. Sin esa articulación imprescindible el seguimiento de las normas y
las pautas de control de la diabetes, la HTA, la obesidad se convierten en meras
utopías de laboratorio sin anclaje en el drama cotidiano del padecimiento verdadero.
No es suficiente el discurso imperativo acerca de "que" deber hacerse, resulta
necesaria la palabra inteligente y encarnada acerca "como" lograrlo. Y "como"
lograrlo significa como hacerlo en el interior de las circunstancias en que la
existencia de las personas transcurre. Lejos de la aritmética de las variables como
metas excluyentes, el propósito de la acción médica debería centrarse en la
elaboración de estrategias que hagan posible su cumplimiento. No es suficiente
señalar el horizonte, también hay que trazar el camino que lleva hacia él sobre el
áspero y tortuoso territorio de los días. Necesitamos cartógrafos pero también
obreros y -especialmente- guías dispuestos a acompañarlos y señalarles el rumbo cada
vez que haya un desvío.
Los propios pacientes conocen el terreno con todos sus accidentes, sus posibilidades
y sus obstáculos. Saben mejor que nadie la forma individual e irrepetible con que la
enfermedad se impone en sus vidas. Conocen su ambiente y a sí mismos. Se construyen
a diario transformando sus identidades perturbadas por la patología. Tejen con sus
seres más próximos las redes que los sostienen o los sumergen. Habitan núcleos
solidarios o conspiradores. Sienten en la punta de la lengua el sabor amargo de lo
que deben abandonar y entienden el significado íntimo y singular que tiene y que
sólo ellos pueden percibir.
Hay una dimensión que otorga sentido a los hechos y que ninguna contabilidad podría
contar. Hay un experto en cada persona que padece una enfermedad que, sin títulos ni
matrículas, conoce lo que ignoramos pero ignora que lo conoce. Es nuestra la
decisión de tomar o descartar ese conocimiento. Pero también nuestra será la
responsabilidad por los resultados obtenidos. No alcanza con informar, es imperativo
educar. Y ello presupone una transferencia del poder al otro y un reconocimiento
sincero que valore lo que ese otro sabe y nosotros no. Lo que no puede ignorarse es
el estrecho límite de lo que sabemos. La universidad otorga ventajas, pero uno
decide de que modo emplearlas. Aunque ya se sabe, hay personas que han pasado por la
universidad sin que la universidad haya pasado por ellas.
Daniel Flichtentrei