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viernes, 2 de mayo de 2025

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Prosa 27 de Noviembre

Concurso 27 de Noviembre

Género Literario: PROSA

Por: Claudia Inés López de Villavicencio Hernández
Estudiante de primer año de Medicina
Policlínico Vedado
Octubre de 2008

EL ASESINATO DE OCHO INOCENTES

       
Este mes se cumplen 137 años del asesinato de los ocho estudiantes de Medicina. Mucho se ha hablado de este hecho, si bien no es el único acto de crueldad cometido contra jóvenes inocentes en nuestra historia. Con motivo de este nuevo aniversario de tan triste suceso, los estudiantes de Medicina recordamos a aquellos jóvenes de edades cercanas a las nuestras y que fueron inmolados a una horda de bárbaros con el nombre de Voluntarios.
Eran las tres de la tarde del jueves 23 de noviembre de 1871. En el anfiteatro anatómico (conocido como San Dionisio), ubicado en la actual calle Aramburu, los alumnos de primer año de Medicina esperaban al Catedrático. Al conocer que, por estar haciendo un examen en la Universidad, el profesor no podría impartirles la clase, los estudiantes se dispusieron a dejar pasar la hora para asistir luego a la Cátedra de Disección.
El anfiteatro anatómico lindaba con el Cementerio General de la Ciudad (conocido como cementerio de Espada), que ya no existe. Al salir del anfiteatro, los jóvenes Anacleto Bermúdez, Ángel Laborde, José de Marcos y Medina y Pascual Rodríguez y Pérez, subieron al carro donde habían conducido los cadáveres destinados a los estudios de Medicina, y dieron vueltas por la plaza que existía antes del Cementerio. Alonso Álvarez de la Campa, el más joven de la clase, tomó una flor del jardín del cementerio.
Esto llegó a oídos del Gobernador Político de La Habana, Dionisio López Roberts. Este señor era conocido por aprovecharse de su cargo para enriquecerse mediante la extorsión, y por su escandalosa conducta, que lo había hecho impopular entre todas las clases, había sido declarado cesante de su cargo a mediados de ese mes y estaba a punto de ser relevado. Es comprensible, pues, que viera en los juegos de los muchachos una ocasión de extorsionar a los familiares de estos, y su última oportunidad, además, de valerse de su cargo para que le “untasen las manos” (expresión textual del cónsul ingles en La Habana cuando el fusilamiento de los estudiantes).
De modo que el 25 de noviembre de 1871 López Roberts se presentó en el cementerio para investigar los hechos ocurridos dos días antes. Fue recibido por el celador, quien, en lo que llegaba el capellán, le contó su versión (probablemente aumentada) de los actos de los estudiantes, y, llevándolo a la tumba del periodista español Gonzalo Castañón, le mostró un arañazo que había en el vidrio que cubría la lápida del nicho. Cuando se presentó el capellán, este indicó que los arañazos estaban ahí desde hacía tiempo, pero el gobernador no aceptó su explicación.

Dibujo del nicho de Castañón, con tres rayas en el vidrio que lo cubría, según lo publicó en su número del 24 de mayo de 1872 la revista matritense La Ilustración Española y Americana.

Esa misma mañana del 25 de noviembre, López Roberts se dirigió al anfiteatro anatómico, donde el doctor Juan Manuel Sánchez de Bustamante impartía clases de anatomía a los estudiantes de segundo curso de Medicina. El gobernador interrumpió la clase y pretendió culpar a los alumnos de profanadores para obrar en consecuencia, pero el profesor, que sabía que sus alumnos no habían estado en el cementerio la tarde del 23, rechazó de plano la acusación y manifestó que tendrían que llevárselo a él antes que a sus estudiantes. Ante la firme actitud del profesor, López Roberts no tuvo más remedio que retirarse.
Por la tarde López Roberts regresó, acompañado del capitán de voluntarios Felipe Alonso, quien había sido padrino de Gonzalo Castañón en el duelo en que este había muerto, y de un grupo de voluntarios. Esta vez quienes recibían la clase eran los alumnos de primer curso de Medicina, y la impartía el doctor Pablo Valencia y García, individuo sin carácter, quien recibió al gobernador con respetuoso servilismo y lo secundó en las acusaciones. Como ninguno de los estudiantes admitió haber profanado el nicho de Castañón, los 45 que estaban en la clase fueron arrestados y conducidos por toda la calzada de San Lázaro hasta la cárcel situada en Prado número 1.
Este arresto, llevado a cabo de modo teatral por el propio Gobernador Político de La Habana, para los voluntarios fanatizados por el integrismo, puso fuera de duda que en efecto el sepulcro de Castañón había sido profanado, y la culpabilidad de aquellos jóvenes en el suceso.
Para la tarde del día siguiente estaba programada una parada militar de diez mil voluntarios, que pasarían en revista ante el general Romualdo Crespo, segunda autoridad de la Isla, en funciones de gobernador superior y capitán general interino (en ausencia del conde de Valmaseda, que se hallaba en Tunas luchando contra los insurrectos). Este señor había llegado a la Isla a principios de octubre, no tenía experiencia en mantener a raya a los voluntarios y, orgulloso de su ascenso a la interinatura de la capitanía general, no hizo caso de los consejos de suspender la parada militar para evitar los desórdenes de los voluntarios indisciplinados.
En el desfile, cuando pasaron los voluntarios capitaneados por Felipe Alonso, todos vociferaron “¡Mueran los traidores! ¡Mueran los estudiantes!”, con lo que comenzó el motín. Al grito de “¡A la prisión!” más de tres mil voluntarios, encabezados por la compañía de Alonso, se dirigieron a la cárcel. Al mismo tiempo, otra turba de voluntarios se había situado en la Plaza de Armas, frente al palacio del capitán general, y una comisión subió a las habitaciones del gobernador para hacerlo partícipe del estado de ánimo del Cuerpo de Voluntarios e insistir en que los presuntos culpables de la supuesta profanación de la tumba de Castañón, fueran fusilados.
Ante la presión de los voluntarios, el general Crespo se vio obligado a acceder a que los estudiantes fueran juzgados en Consejo de Guerra.
¿Quién era Gonzalo Castañón y Escarano? ¿Por qué la supuesta profanación de su tumba causaba tanto desorden?
Este conocido periodista asturiano había sido fundador y director del Diario político liberal-conservador La Voz de Cuba, a través del cual se había convertido en portavoz de todo el odio y el desprecio de los “buenos y leales españoles” hacia los cubanos, y en el mentor ideológico del Cuerpo de Voluntarios.
Uno de sus artículos, aún más agresivo y subido de tono que los demás, encontró respuesta en un periódico auténticamente cubano. El desenlace de esta situación fue su muerte en un duelo, en el que no desempeñó un papel muy lucido. A pesar de todo, su final lo convirtió en un héroe para los integristas, “el mártir de Cayo Hueso”, y su sepulcro llegó a ser considerado sagrado.


Alegoría sobre Gonzalo Castañón, publicada en El Moro Muza, número del 6 de febrero de 1870, página 148. Se le otorga la corona de laurel y la palma del martirio. La Patria entristecida, acoge en su seno a los dos huérfanos. Las banderas de los Voluntarios de La Habana y del 2º Batallón de Ligeros al que pertenecía Castañón, aparecen entrelazadas por una corona fúnebre que las enluta. Así fue como la prensa integrista aprovechó la muerte de Castañón para su propaganda anti-insurreccional.
Por esta razón, la profanación de este nicho era considerada una herejía por todo integrista, especialmente por los voluntarios, y la única reparación que estos aceptaban era la muerte inmediata de los supuestos culpables.
Fueron dos los Consejos de Guerra que juzgaron a los estudiantes de Medicina.
El primero de ellos se constituyó a las nueve de la noche del 26 de noviembre, y empezó a juzgar a los estudiantes hacia la media noche de ese día. En este Consejo, los estudiantes fueron defendidos por el valiente capitán español Federico Capdevila y Miñano, cuya defensa se basaba en la ausencia de prueba alguna. Un fragmento de ella plantea:
(...) “¿Dónde consta el delito, ese desacato sacrílego? Creo y estoy firmemente convencido que solo germina en la imaginación obtusa que fermenta en la embriaguez de un pequeño número de sediciosos” (...) (1)
Según cuenta la tradición, el valiente capitán, al terminar la defensa, tuvo que protegerse con la espada de varios voluntarios presentes en la sala del juicio.
El primer Consejo de Guerra condenó a los estudiantes a las penas que el Código imponía para el delito de profanación. El veredicto fue dado a conocer entre la gritería incansable e la turba de voluntarios amotinados frente a la cárcel.
Sin embargo, esto no fue suficiente para los que esperaban condenas mayores. Los periódicos de la ciudad, el Gobierno y el Casino Español hicieron circular proclamas en las que se prometía que los estudiantes serían juzgados con justicia y que sus “crímenes” serían castigados severamente.
Cuando las comisiones comunicaron al general Crespo la inconformidad de las masas con el fallo del Consejo, el general, sumisamente, nombró otro Consejo de Guerra en el que los voluntarios eran mayoría. El delito supuestamente cometido por los estudiantes fue clasificado como delito de infidencia (alta traición) para poder aplicarles la pena capital.
El segundo Consejo de Guerra ya estaba formado a las cinco de la mañana del 27 de noviembre. A esa hora sacaron a los estudiantes, uno a uno, para declarar ante los miembros del Consejo. Este proceso se extendió hasta el mediodía del 27 de noviembre.
Como a las doce, los estudiantes conversaron con sus “defensores”, y estos les confesaron abiertamente que no podían hacer nada por ellos. Viéndose condenados, los jóvenes escribieron a sus padres.
Evidentemente, el objetivo del Consejo no era definir si los jóvenes estudiantes eran culpables o inocentes, puesto que su inocencia era palpable; si el Consejo deliberó, fue sobre el número de víctimas que se necesitarían para satisfacer a los amotinados.
Finalmente, fueron ocho los condenados a muerte por fusilamiento: Alonso Álvarez de la Campa, de 16 años, culpable del horrible delito de cortar una flor;  Anacleto Bermúdez (20 años), Ángel Laborde (17 años), José de Marcos y Medina (20 años) y Pascual Rodríguez y Pérez (21 años), que habían admitido haber jugado con el carro que transportaba a los muertos, Carlos Verdugo, de 17 años, doblemente inocente porque el día 23 ni siquiera estaba en La Habana; Carlos de la Torre, de 20 años, y Eladio González, de 20 años. Estos tres últimos, por lo que sabía el consejo, no tenían nada que ver con los sucesos del día 23; fueron elegidos por sorteo para completar el número de víctimas prometido.
Solo dos de los compañeros de estos jóvenes fueron liberados: once fueron condenados a seis años de presidio, veinte, a cuatro años, y cuatro, a seis meses de cárcel.
Además de estas penas, aquel Consejo de Guerra decretó la incautación de los bienes de aquellos jóvenes.
A la una de la tarde, el Consejo firmó la sentencia, y una comisión presidida por el Capitán de Voluntarios, vocal del Consejo, José Gener, le llevó inmediatamente el papel al general Crespo, quien, acobardado, de inmediato estampó su firma. Enseguida Gener se dirigió a los voluntarios concentrados en la Plaza de Armas y les leyó la parte de la sentencia que contenía las ocho penas de muerte.
Y aún los voluntarios se mostraban insatisfechos, pues insistían en el fusilamiento, a la vez, de los cubanos deportados a Isla de Pinos.
Entretanto, el conde de Valmaseda, gobernador y capitán general en propiedad, enterado de lo que estaba sucediendo en La Habana, se dirigía hacia allí a marchas forzadas. Los voluntarios temían que Valmaseda suspendiese las ejecuciones, por lo que aceleraron los preparativos.
Entretanto, los estudiantes, que creían que todos habían sido condenados a muerte, se resignaban a su destino. El ser inocentes les daba fuerzas para enfrentarse a aquella prueba.
Por fin, llegaron a la galera que encerraba a los jóvenes los capitanes del Cuerpo de Voluntarios José Gener y Ramón López de Ayala. El primero subió y llamó a los tres jóvenes que habían sido elegidos a morir por el azar. Estos, lejos de mostrarse desesperados, se despidieron serenos, sabiendo que su muerte era la salvación de otros.
Poco antes de las cuatro, los jóvenes que habían de morir estaban en la capilla, desde donde salieron hacia el sitio de ejecución. El más joven de ellos los encabezaba. El cónsul francés recogió en despacho oficial a su gobierno el comportamiento de los ocho estudiantes cuando los conducían al paredón de fusilamiento:
“Salieron de la prisión al sitio del suplicio con la frente alta, sin mostrar temor y sin hacer alarde de no tenerlo. Su actitud impuso respeto aún a los voluntarios. Un silencio de muerte se hizo a su alrededor. No se dirigió ningún insulto a quienes honrando la entereza de esa valiente juventud se descubrieron ante las víctimas.”
La Plaza de la Punta era el lugar destinado para la ejecución. Los jóvenes serían fusilados por la espalda, como a los traidores. El capitán de voluntarios Ramón López de Ayala dirigió el pelotón de fusilamiento; este, en un acto de crueldad, para que los condenados midieran los segundos que les quedaban de vida, no se contentó con bajar el sable, sino que ordenó al pelotón en alta voz: “Carguen. Apunten. Fuego”. Este hombre, perseguido por sus remordimientos, murió en un manicomio de Burdeos.

Barracones del Cuerpo de Ingenieros en la explanada de La Punta, en el litoral habanero, donde fueron fusilados los ocho estudiantes, situándolos de dos en dos, de rodillas, y de espalda, maniatados, frente a los cuatro lienzos de pared que aparecen marcados con una cruz en el grabado (foto anterior a 1899)
A las cuatro y veinte de la tarde murieron los estudiantes.
Nicolás Estévanez Murphy, capitán del ejército español, que en ese momento se hallaba en el café el Louvre, al oír las descargas protagonizó una escena de violenta protesta. Este caballero abandonó la Isla en los primeros días de diciembre, renunció a su carrera y se negó a reingresar en la milicia.
Los cadáveres fueron conducidos, bajo la custodia de una compañía de voluntarios, a un lugar fuera de los límites del actual cementerio de Colón; allí fueron enterrados en una fosa común, en la que permanecerían durante dieciséis años. A los familiares no se les permitió reclamar a los muertos.
De los estudiantes que no habían sido condenados a muerte, los que debían sufrir cuatro o seis años de privación de libertad trabajaron en las canteras de San Lázaro durante cincuenta días, hasta que el comandante del penal, obedeciendo a órdenes superiores, ordenó que no continuaran trabajando allí y los envió, a unos, a la Quinta de los Molinos, y a otros, a talleres de cigarrería, zapatería, sastrería y tabaquería del presidio.
A mediados de marzo de 1872, Alonso Álvarez de la Campa y Galán, padre del más joven de los estudiantes fusilados, le envió al rey de España una carta en la que pedía la revisión del proceso por el Supremo Tribunal de Guerra y Marina para limpiar el nombre de su hijo y de los demás acusados. La carta no llegó a su destino, pero su contenido circuló por todas partes y pesó mucho en la concesión del indulto el 9 de mayo de 1872.
Este indulto, por temor a la reacción de los voluntarios, no se publicó en la Gaceta de La Habana; fue publicado en la Gaceta de Madrid y comunicado a La Habana por despacho telegráfico.
Pese a que ya habían sido perdonados, los voluntarios no querían que los estudiantes fueran liberados, y se reunieron en el paseo del Prado amenazando con arrastrar al primero de los jóvenes que saliera a la calle; el comandante del penal tuvo que emplear un ardid para liberarlos, y para garantizar sus vidas hubo que deportarlos.
Uno de los sobrevivientes, Fermín Valdés Domínguez, se impuso la tarea de denunciar ante el mundo el crimen cometido. En 1873 publicó en Madrid un folleto titulado Los voluntarios de La Habana en el acontecimiento de los estudiantes de medicina, que alcanzó ese mismo año una segunda edición.
A fines de 1886, el hijo menor de Gonzalo Castañón vino a Cuba a exhumar y llevarse a España los restos de su padre; por esa fecha, Valdés Domínguez obtuvo, escrita de puño y letra del hijo de Castañón, una declaración de cómo había encontrado intactos el cristal con su ligero rasguño y la lápida que cubría el nicho; con esta nota en sus manos, el ex-condenado, probó la inocencia de sus compañeros.
El 9 de marzo de 1887, gracias a los esfuerzos de Valdés Domínguez, en presencia de un notario se extrajeron los restos de sus compañeros fusilados y fueron colocados en una caja de plomo, que se soldó y fue depositada temporalmente en el panteón de la familia Álvarez de la Campa.
Reliquias de los estudiantes fusilados, extraídos de la tierra por Fermín Valdés Domínguez, en la exhumación de los restos.
 
Por suscripción pública se recaudaron fondos para construir un monumento destinado al descanso de los jóvenes fusilados. El 27 de noviembre de 1889 ya estaba hecha la base de cantería y en una cavidad en el centro de ella se depositó, en acto solemne, la caja con los restos de los jóvenes.
Hoy se levanta en el cementerio de Colón un hermoso mausoleo, obra del escultor cubano José Vilalta de Saavedra. Dicho sepulcro quedó completamente armado en marzo de 1890 y fue inaugurado el 27 de noviembre de 1890. Fue el primer monumento funerario de gran tamaño que existió en el cementerio de Colón.
En la tarde del 27 de noviembre de 1959 se desveló en el cementerio de Colón un sencillo monumento construido sobre el lugar en que se hallaba la fosa común donde estuvieron primitivamente enterrados los ocho estudiantes fusilados.


Bibliografía consultada:
Luis Felipe Le Roy y Gálvez. Los estudiantes de 1871.
Fermín Valdés Domínguez. El 27 de noviembre de 1871.
Luis Felipe Le Roy y Gálvez. El fusilamiento de los estudiantes.
 

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