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viernes, 29 de marzo de 2024

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Biblioteca Médica Nacional



Septiembre 19 de 1866. Primera aplicación de la anestesia local en Cuba

Dr. José López Sánchez y Lic. José Antonio López Espinosa
Centro Nacional de Información de Ciencias Médicas

Fernando González del Valle y Cañizo (1803-1899), eminente cirujano cubano fundador en 1823 de la primera clínica de Cirugía y de la cátedra de Cirugía en el Hospital San Juan de Dios que con posterioridad incorporó a la Universidad Pontificia; catedrático también de Patología externa, Medicina operatoria y Clínica quirúrgica en la Universidad Literaria; Rector del alto centro docente; académico de número de la Academia de Ciencias Médicas, Físicas y Naturales de La Habana y miembro de muchas comisiones científicas, algunas de las cuales presidió; fue además el primero en aplicar la anestesia local en Cuba, hecho que ocurrió el 19 de septiembre de 1866.
El primer intento de anestesiar a un enfermo se hizo en 1842, sin resultados convincentes, por el cirujano estadounidense W. C. Long. En 1846 el dentista W. Morton aplicó con éxito la anestesia con éter y, un año después, el escocés J. Y. Simpson publicó sus observaciones en 80 casos que anestesió con cloroformo.
El descubrimiento de la anestesia se dio a conocer en Cuba el sábado 26 de diciembre de 1846 en un periódico informativo de la capital que, entre otras noticias, publicó una nota titulada “Anestesia. Sustituto para el mermerismo” en la que se daba cuenta de un método para mitigar el dolor mediante la inspiración de cierto gas. Poco tiempo después, el doctor Vicente Antonio de Castro y Bermúdez (1809-1869) anunció en el mismo periódico haber empleado éter sulfúrico en inhalaciones como anestésico, lo que le otorgó la gloria de haber sido su introductor y el propagador de su uso en la práctica quirúrgica en la isla.
Durante todo el año 1847 se utilizó la anestesia con éter en casi todas las intervenciones quirúrgicas, hasta que el doctor Fernández del Valle informó acerca del primer fracaso en su aplicación a un enfermo, al cual se sometió a la inhalación por espacio de seis minutos con el aparato de Jackson. Esto conllevó la recomendación de usar el éter en combinación con morfina.
El 23 de enero de 1848 se publicó en el Diario de la Habana una nota con el anuncio de que el farmacéutico doctor Luis S. Le Riverend (¿-1887) había obtenido el cloroformo y, tres días después, se anunció por igual conducto que éste había entregado la preparación al doctor Nicolás J. Gutiérrez Hernández (1800-1890) para que la usara en el primer caso que se presentara.
Desde entonces y hasta principios del siglo XX el anestésico preferido en la isla fue el cloroformo y en ello influyó notablemente la medicina francesa, que era la principal fuente de conocimientos médicos para los cubanos en esa época. No obstante, desde fines del siglo XIX había comenzado a recibir el ataque de varios cubanos educados en los Estados Unidos. Uno de ellos fue el doctor Carlos J. Finlay Barrés (1833-1915) quien, antes de dedicarse a su genial descubrimiento del vector de la fiebre amarilla, había practicado la Oftalmología. El sabio cubano se pronunció siempre a favor del éter y sólo administraba el cloroformo en casos indispensables. Basaba su preferencia en el hecho de que en países como los Estados Unidos, Inglaterra y Alemania se usaba más el éter que el cloroformo y que sólo en Francia se le daba prioridad a este último.
Volviendo a la primera aplicación de la anestesia local, procede informar que el doctor Fernández del Valle la practicó en el Hospital San Francisco de Paula, establecimiento del que fue nombrado cirujano en 1831 y donde permaneció hasta 1890, con el procedimiento de pulverización del éter con el aparato de Richardson, acogido con gran curiosidad por sus colegas, aunque sólo se practicaron con él operaciones pequeñas y pronto fue abandonado.
De las notas anteriores se desprende que la historia acerca del uso de la anestesia en Cuba durante el siglo XIX se basó en la rápida asimilación de los descubrimientos extranjeros, con
sus naturales alternativas, sobre todo de los provenientes de Francia. Desde que el doctor Nicolás J. Gutiérrez viajó a esa nación a perfeccionar sus estudios, su ejemplo fue imitado por las generaciones de médicos que le siguieron, unos a cumplir el mismo objetivo que él, otros para cursar íntegramente la carrera en París. No se debe perder de vista tampoco que de aquella ciudad salieron los textos que sirvieron de base fundamental de estudio a la gran mayoría de los médicos cubanos, lo mismo para los que viajaban allá como para los que permanecían en La Habana, lo que explica la hegemonía mantenida durante tanto tiempo por el cloroformo.
Asimismo hay que considerar que cuando el doctor González del Valle realizó la primera demostración de narcosis local por éter, esta sustancia estaba ya en decadencia con respecto al cloroformo, de lo que se puede inferir su efímera aplicación posterior.
De cualquier manera, no se ha querido que pase inadvertida la fecha memorable del 19 de septiembre de 1866, la cual debe conocerse por los profesionales de la salud, en una época como la actual en la que Cuba cuenta con una generación de prestigiosos anestesistas, que tienen garantizado el porvenir de la especialidad. Además de rápidos asimiladores de los hallazgos más recientes, los anestesistas cubanos son capaces de superar las deficiencias de carácter técnico, así como de experimentar y ofrecer valiosas observaciones clínicas sobre la acción de los anestésicos. Porque están conscientes de que el dolor en lo biológico como la miseria en lo social son atributos de infelicidad que hay que vencer a cualquier precio, la nobleza y el humanismo de la disciplina que profesan, les hacen sentir de seguro la gran satisfacción espiritual que con toda seguridad sintieron también en su momento los doctores Vicente A. de Castro, Nicolás J. Gutiérrez y Fernando González del Valle de haber servido a la humanidad, con independencia de que su época les impuso asumir simultáneamente las funciones de cirujanos y anestesistas.
A esta trinidad quirúrgica de precursores, propietarios de la gloria de haber sido elegidos por sus contemporáneos para practicar en Cuba las operaciones más difíciles y peligrosas, y a sus fieles herederos de tiempos posteriores, va dedicado este modesto trabajo.


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